LA PLANCHADA
Cuentan que cierto día, una chica llamada Eulalia entró a formar parte del personal de enfermería en el hospital.
Era una chica de buena presencia, con cabellos rubios, ojos claros y
facciones finas, con una actitud amable y educada aunque revestida por
un ligero aire de seriedad.
Desde sus primeros días en la
institución médica, Eulalia demostró gran profesionalismo y diligencia,
mostrándose siempre solicita con el personal médico y con los pobres
enfermos, hacia los cuales profesaba una dedicación que a veces iba más
allá del mero deber. Por otra parte, Eulalia siempre estaba muy limpia y
arreglada, con el uniforme blanco perfectamente planchado e impoluto,
exento de la más mínima mancha o arruga.
Como era de esperarse, Eulalia se
granjeó rápidamente el aprecio de los médicos, a la par que, gracias a
su natural simpatía, logró verse libre de inspirar envidia en sus
compañeras y compañeros de enfermería.
Por otra parte, la vida de Eulalia era
realmente tranquila, sana y sencilla, ya que todo su tiempo se dividía
entre las labores en el hospital y las atenciones hacia su pequeña pero
estable y relativamente feliz familia, conformada por sus padres y sus
dos hermanos menores, al menos en lo que respecta a su círculo más
cercano. Por ello, los días habituales de Eulalia consistían en trabajar
en el hospital, llegar a casa con una sonrisa, comer con todos, dormir
un rato, despertar y pasar sus horas siguientes en tareas domésticas que
compartía con su madre, en jugar con sus hermanos o en la lectura.
Sin embargo, un día todo cambió…
En efecto, cierta mañana el director del hospital
convocó al personal para presentar al nuevo médico que acababa de
llegar: el Dr. Joaquín, un tipo inteligente, guapo y alto, venido “de
buena familia”, pero con un cierto aire de arrogancia. Todas las demás
enfermeras y casi todos los enfermeros fueron, pero Eulalia se quedó
atendiendo a un paciente.
Pasados unos cuantos días, Eulalia
todavía no había cruzado palabra alguna con el Dr. Joaquín, y apenas lo
había visto de lejos, aunque a sus oídos ya habían llegado los rumores
que lo retrataban como un tipo orgulloso, como uno de esos hombres
que miran a casi todos “por encima del hombro”. Eso hacía que ella no
tuviera muchos deseos de conocerlo, pero un día la convocaron para que lo ayudase con la extracción de una bala en la pierna de un paciente…
Pese a los rumores, cuentan que Eulalia
quedó prendada del Dr. Joaquín cuando lo vio de cerca, al punto de que
sus manos temblaban ligeramente cuando le pasaba los instrumentos,
llegando incluso a equivocarse en lo que respecta a entregar el
instrumento correcto…
Después de ese primer encuentro,
Eulalia empezó a enamorarse apasionadamente del Dr. Joaquín, a pesar de
que le decían que no le convenía, que el tipo era un egocéntrico y que
coqueteaba con una y otra enfermera. No obstante ella siguió en su afán,
diciéndose que sus compañeras estaban exagerando o simplemente
justificando a Joaquín cuando no podía dudar de tales o cuales críticas
que sobre él se cernían. De ese
modo, pasados algunos meses ella consiguió su propósito y el Dr. Joaquín
cedió a sus encantos, aceptando ser su novio.
Durante un largo tiempo Eulalia se
sentía la criatura más dichosa del mundo, y su pasión crecía como un
incendio a pesar de que Joaquín no parecía amarla con la misma
intensidad e incluso, según las malas lenguas, coqueteaba con otras
chicas a espaldas de ella.
Tras poco más de un año de noviazgo,
Eulalia se sorprendió cuando cierto día Joaquín le propuso matrimonio, a
lo cual ella accedió con el cándido entusiasmo de una quinceañera
enamorada. Sin embargo era necesario esperar para la boda, ya que antes Joaquín debía irse a un seminario de 15 días en otra ciudad.
Antes de irse él le pidió que le
planchara y preparara un fino traje, ya que debía estar impecable y
elegante en el seminario. Entonces ella aceptó y, justo un día antes del
viaje, él fue a recoger el traje y a visitarla, hablando tendidamente
con ella y despidiéndose entre abrazos, besos y promesas de amor eterno…
Tan solo una semana tras la partida de
Joaquín, Eulalia ya lo extrañaba como si hubiese estado ausente varios
meses, por lo que a veces adoptaba una actitud de melancólica nostalgia.
Paralelamente, justo después de una
semana cumplida desde el último día en que vio a Joaquín, un enfermero
la abordó cuando estaba sola, le declaró su amor y le pidió que por
favor lo acompañara a una fiesta como su pareja de baile, pero ella se
negó y le dijo que si acaso no recordaba que el Dr. Joaquín y ella
tenían una relación… Asombrado y algo herido, el enfermero la miró y le
dijo que no entendía cómo es que nadie le había contado que Joaquín
renunció en el hospital y se fue a un viaje de luna de miel con su nueva esposa…
Las palabras del enfermero habían dejado
completamente helada a Eulalia, con esa mezcla de dolor y consternación
que alguien siente cuando inesperadamente le informan que su madre o
alguien muy querido ha muerto, aunque con la enorme y gran diferencia
de que en la mirada de Eulalia latía la decepción. Por eso ella no
acertó a decir nada, y solo agachó la cabeza y se fue, caminando con la
leve esperanza de que aquello fuese un invento del enfermero para salir
con ella. Pero a la mañana siguiente fue y averiguó en los registros,
y efectivamente Joaquín había renunciado, por lo cual era lógico asumir
que lo de la luna de miel era también cierto, tal y como decían muchas
más personas además del enfermero…
Desde su decepción amorosa, Eulalia
jamás volvió a ser la misma. Nunca había tenido un novio antes, y solo
le había gustado uno que otro chico durante su adolescencia, siendo con
Joaquín con quien supo lo que realmente era el amor. Sentía que su
corazón era un jarrón despedazado sobre el árido suelo de la vida, y al
parecer ni ella misma quiso recoger los pedazos y recomponerlo, ya que
permitió que la amargura fuera apoderándose progresivamente de ella,
hasta convertirla en un ser frío, silencioso y sombrío, en una mujer que
no volvió a vincularse a ningún hombre
porque se abandonó a la idea de que todos “eran iguales”, y en una
enfermera que realizaba su trabajo con el alma empolvada por el tedio y
el desgano, descuidando a los enfermos hasta el punto de que algunos
murieron por sus negligencias al olvidarse darles la medicación, a pesar
de ello no fue despedida porque, sus compañeros y superiores la
apreciaban y pensaban que tarde o temprano volvería a ser la chica
trabajadora y dedicada a los pacientes que siempre había sido.
Pasaron así los años y un día la enfermedad cayó sobre ella, transformándola en una paciente más del hospital
donde por décadas fue indiferente hacia el malestar de los enfermos que
tan mal atendía. Ella era la abandonada ahora. Sin embargo, en lo
profundo de su soledad, la reflexión le ablandó el corazón y, antes de
morir, se arrepintió de haber sido tan mal enfermera, falleciendo sin
poder perdonarse a sí misma, y con el anhelo de enmendar de alguna forma sus errores pasados…
Tras la muerte de Eulalia, en el hospital comenzaron a surgir testimonios de gente que era atendida por una amable enfermera que no parecía pertenecer al personal del hospital. Una chica joven con la ropa
impecable, perfectamente planchada, tal y como la llevaba Eulalia en
vida. Normalmente los testimonios eran confusos porque solía atender a
los enfermos cuando dormían, se encontraban sedados o estaban muy
graves.
En cierta ocasión, una de las enfermeras
que trabajaban de noche se quedó dormida en su turno. Su negligencia le
podría haber costado la vida a un paciente que necesitaba una
importante medicación para tratar una fuerte infección que hacía
peligrar su vida. El hombre, semiinconsciente, observó como una
enfermera, a la cual no pudo reconocer porque tenía el rostro
ligeramente borroso y como desdibujado, le suministró el antibiótico necesario
y, mientras lo arropaba, le dedicó una caricia en el pelo. Un par de
horas después, la enfermera que se había dormido en su turno se despertó
sobresaltada y, acordándose de lo importante que era suministrarle la
medicación al señor, salió corriendo hacia su habitación, temiéndose lo
peor. Al llegar allí se encontró que, el goteo que mezclaba el
antibiótico con el suero, estaba perfectamente colocado y la dosis era
la correcta. Aún asustada, le preguntó al paciente quién le había puesto
la medicación. La respuesta la dejó helada: “Su compañera rubia, la que
tiene la bata sin una sola arruga”.
Ésta fue una de las cientos de veces que
“La Planchada” atendió a alguien que necesitaba la ayuda médica o que
había sido descuidado por las otras enfermeras. Pocos son los que la
recuerdan, ya que siempre atiende a personas graves o cuando están medio
dormidas; ninguno puede recordar su rostro con claridad, ya que, casi
siempre que se ha dejado ver, lo ha hecho con su cara ladeada o de
espaldas. Pero todos los testimonios concuerdan en lo mismo, en lo
impoluto de su aspecto y en la perfecta forma en la que están planchadas
sus ropas, así como en lo cordial y profesional de su trato. Algunos,
de entre el personal del hospital, también dicen haberla visto durante
escasas fracciones de segundo entrar o salir de la habitación de un
paciente e incluso haber sido despertados por el espíritu de Eulalia
cuando dormían en sus turnos, tocándoles el hombro, y comprobando al
despertar que estaban solos y que los pasillos del hospital estaban
desiertos. Aunque nunca la vieron como una amenaza, ya que ayudaba a los
enfermos cuando estos eran descuidados, cosa que se sabía gracias a los
múltiples testimonios de pacientes que afirmaban haber recibido tal o
cual medicación en ausencia de personal médico.